Vivir en una burbuja: Biosphere II

En 1991 ocho científicos se encerraron durante dos años en Biosphere II, una reproducción del planeta Tierra con sus propios ecosistemas que ocupaba una hectárea del desierto de Arizona. El experimento, auspiciado por un magnate petrolero de Texas, tenía por objeto sostener una civilización autosuficiente en un entorno hermético que pudiese ser replicado en otros planetas.

La idea surgió en los 70 entre los habitantes de Synergia Ranch, un rancho-comuna auto sostenible de Nuevo México. Inspirados por la misión espacial del Apolo 11, comenzaron a asentar los cimientos de una utopía que combinaba ecología, tecnología y ciencia. John Allen, su fundador, defendía así el proyecto: “No es que la civilización occidental se esté muriendo… ya está acabada. Estamos investigando qué podemos extraer de sus ruinas para construir una nueva que la reemplace”.

La comunidad consiguió el apoyo de Ed Bass, miembro de una poderosa saga familiar de petroleros, quien invirtió 250.000 dólares de partida a través de la compañía Space Biosphere Ventures. El comunicado de prensa enviado a los medios en 1984 recogía su intención de construir en el desierto de Sonora (Arizona) un gran pabellón hermético diseñado por el arquitecto Peter Pearce a base de vidrio y acero, el cual acogería siete perfectos ecosistemas: una selva tropical, una marisma, una sabana, un océano, un desierto, una granja y un hábitat humano. Biosphere II contaría con cerca de 3.800 especies vegetales y animales (desde colibrís a primates), centros de energía propios y un complejo sistema de purificación de agua y aire que generaba oxígeno a partir de dióxido de carbono.

El 26 de septiembre de 1991, Roy Walford, Jane Poynter, Taber MacCallum, Mark Nelson, Sally Silverstone, Abigail Alling, Mark Van Thillo y Linda Leigh desfilaron ante los periodistas como si fuesen personajes de ciencia ficción. Minutos después, se introdujeron uno a uno por una escotilla y se despidieron de todos desde el otro lado del cristal. Si todo iba según lo previsto, les esperaban dos años de experimento completamente aislados.

Lamentablemente, las cosas se fueron torciendo. Accidentes domésticos que implicaron la entrada de médicos en las cúpulas o la salida de miembros al hospital y el tráfico de provisiones prohibidas que llegaban del exterior (semillas, trampas para ratas, vitaminas…) hicieron peligrar el rigor y la continuidad de un estudio ya de por sí estrambótico. Sumadas a estas dificultades, fue necesario afrontar otros factores inesperados, principalmente derivados de la climatología. Cielos anormalmente nublados provocaron interrupciones en los cultivos y la extinción de algunas especies favorables para los mismos, como las abejas, así como la propagación de otras perjudiciales, como los ácaros.

La escasez hizo mella en el grupo, que acabó escindido en dos. Un caos que provocó que el comité de asesores científicos que trabajaban desde fuera presentase su dimisión antes de finalizar el primer año.

Después de 24 meses, los ocho biosferianos abandonaron su “planeta” en septiembre de 1993. Por aquel entonces, el mini-océano (con su propio arrecife de coral) presentaba altos niveles de acidez y la composición del aire era distinta. En cuanto las 25 especies de vertebrados iniciales, tan sólo habían resistido 8.  

Space Biosphere Ventures presentaba un déficit de más de 20 millones de dólares.  Steve Banon, ex asesor de Trump y en aquel momento banquero de inversiones, acudió al rescate financiero del magnate Bass con una condición: expulsar de la compañía a la troupe de ecologistas de Synergia Ranch liderada por John Allen. Todos fueron despedidos en 1994, llevando a los biosferianos a tramar un plan para vengar a sus compañeros. Dos miembros del primer grupo de aislados, Abigail Alling y Mark Van Thillo, boicotearon el segundo experimento estando ya en marcha, deslizándose por el exterior de una de las cúpulas y abriendo las ventanas echando a perder el aire. Cuando fueron detenidos, Alling se defendió entre sollozos alegando que lo habían hecho por la seguridad de los nuevos internos, ya que éstos estaban expuestos a una catástrofe similar a la explosión del Challenger. Órdenes de alejamiento y escándalos varios mediante, las investigaciones fueron frenadas en seco tal y como se habían venido desarrollando.

Las instalaciones se mantuvieron al servicio de la Universidad de Columbia, que dirigió Biosphere hasta 2003, cuando pasó a manos de la Universidad de Arizona. En 2011, Bass donó la edificación a esta entidad, además de 20 millones para facilitar su mantenimiento. Hoy en día sigue funcionando como centro de investigación y divulgación científica y tecnológica.

Diseñar sistemas a medida para obtener el soporte vital básico que ya nos brinda nuestro medio natural sigue siendo, de momento, una incógnita. A pesar de los problemas surgidos durante los estudios con grupos de personas, Biosphere II obtuvo resultados interesantes (incluso en parámetros no previstos y que abarcaban otras áreas de conocimiento como la psicología, la sociología…). No todo salió mal. Sorteando dificultades, los participantes desarrollaron sus propios cultivos con éxito. Apenas tuvieron problemas de salud, se abastecieron de agua sin contratiempos y aunque algunas especies se vieron sometidas a la extinción, otras consiguieron desarrollarse en ecosistemas que se mantuvieron más o menos constantes.

Según Christopher Fields, director del Instituto Stanford de Medio Ambiente, “hay que diferenciar lo que todo esto fue de lo que es hoy, poniendo en valor todo el trabajo que la comunidad científica sigue desempeñando aquí, avanzando cada día para comprender mejor cómo funciona el mundo”.

Deja un comentario